El puente de arena
Liliana Bodoc
A veces, los cuentos son retumbos y destellos de hechos ciertos. Contamos lo
que ocurrió. Otras veces, los cuentos son pedazos de sueños. Contamos para que ocurra.
El soldado fue tomado prisionero en los últimos días de la guerra. Y aguardaba
su destino en un campamento enemigo situado muy cerca del mar. Ese mismo amanecer
había escuchado los sonidos de una escaramuza lejana. Sin embargo, no alentaba
esperanzas en su corazón. Nadie vendría a rescatarlo... Pertenecía al ejército derrotado,
y sólo podía recordar muertos.
La guerra que estaba terminando se parecía a cualquier otra. Corrió la gente
hacia el horizonte pero el horizonte era un abismo. El campesino sacudió el árbol de
naranjas y, en vez de frutos dorados, cayeron pájaros sin alas. Se despertó una niña
sobre un lecho incendiado. Las fotos se quedaron solas porque ya no había nadie que
supiera sus nombres.
El prisionero caminó hacia la orilla del mar seguido de cerca por un soldado que
lo custodiaba. El soldado tarareaba una canción que el prisionero no podía comprender.
Y, aun así, pensó que aquella no parecía una canción de victoria.
Cuando llegaron a la orilla, el soldado señaló el agua. Por primera vez en
muchos días el prisionero tuvo ganas de sonreír. Con apuro desató los cordones de sus
botas, se descalzó y corrió hacia el mar sacudiendo los brazos tal como hacía cuando era
un niño.
El prisionero había pasado su vida entera cerca del mar, en un sitio donde la
tierra era de arena. Y hasta que la guerra llegó a la pequeña aldea de pescadores, fue
feliz con su amada, su red y su bote.
Pero esos días habían quedado atrás, tapados por el humo de una guerra que él
no entendía.
El prisionero regresó a la orilla. El soldado le miró la ropa empapada y alzó la
cara al cielo como diciendo que aún había tiempo para estar al sol.
Entonces, el prisionero se arrodilló sobre la arena húmeda y comenzó a levantar
una montaña.
Sus castillos de arena eran famosos y celebrados en su aldea. Los pescadores se
juntaban a su alrededor para verlo trabajar. Y cuando la obra estaba terminada
esperaban juntos, comiendo pescado frito y tomando cerveza, hasta que la marea la
deshacía.
El soldado se acercó al prisionero con andar lento, procurando disimular su
curiosidad.
Su sonrisa desdeñosa escondía un recuerdo de veranos fríos, junto a un mar que
no quería jugar con los hombres. Quizá por eso, su abuelo le había enseñado a levantar
1 Extraído de Amigos por el viento, Buenos Aires, Alfaguara, 2008. 2 Escritora argentina nacida en 1958.
castillos de arena que no se comparaban con ningún otro. Luego esperaban juntos,
abrazados para darse calor, hasta que llegaba la marea.
El soldado observó la obra del prisionero. Al parecer, ese hombre sabía lo que
estaba haciendo. Pero, por mucho que se esforzara, su castillo jamás alcanzaría el
esplendor de aquellos que su abuelo le había enseñado a construir.
Animado por los recuerdos, y deseoso de ganar otra batalla, el soldado comenzó
su propio castillo.
El prisionero erguía una torre y el soldado trazaba pasadizos. El prisionero
levantaba escaleras. El soldado, rampas zigzagueantes. Con minaretes y campanarios,
crecieron los castillos de arena blanca. Y nadie, ni el mar mismo, hubiese podido decir
cuál de los dos era más bello.
El prisionero terminó de moldear la última torre. Y supo que ya no podía hacer
otra cosa.
El soldado se sacudió las manos... Eso era todo.
Los hombres se miraron en silencio. Muy pronto llegaría la marea a barrer la
playa.
El prisionero y el soldado entendieron que solamente había un modo de lograr
que la arena se hiciera inolvidable.
No es posible saber cuál de los dos sonrió primero.
Y acaso no importe.
Pero de ambos lados comenzó a avanzar un puente. Un magnífico puente de
arena que unió dos castillos y a dos hombres a orillas de la guerra.
Extraído de Amigos por el viento, Buenos Aires, Alfaguara, 2008.
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